martes, 26 de enero de 2016

Comentario de Bárbara Oaxaca


Tomar el poemario de Maurizio Veletti, abrirlo, buscar en su primera página, adentrarse en esa lectura… es embarcarse en un viaje a través del lirismo, del que uno no vuelve siendo el mismo, del que uno vuelve tocado irremediablemente por la pluma del poeta.
En efecto, iniciar la lectura de este poemario no es otra cosa que iniciar una íntima expedición de la mano de la palabra, por los delicados -a la vez que intrincados- senderos, los más profundos del autor, a los que él generosamente nos permite atisbar a través de esa maravillosa célula constitutiva de la poesía: la metáfora. Ya en su Proemio el poeta nos advierte del viaje a ese “país inventado”, único, irrepetible, a este lugar que la prodigiosa arquitectura de su palabra ha cincelado para deleite de todos aquellos que tengan a su alcance uno de los ejemplares.

Advierto lo siguiente a los lectores: asistimos a una invocación de lo sagrado. El objeto amoroso ha sido sublimado, elevado a su más pura esencia y la poesía de Maurizio ha cumplido con uno de los más antiguos fines para los que fue creada la poesía: para la devoción de ese objeto amoroso, para su homenaje y contemplación. Este es el continuum que prevalecerá al lo largo de todo el poemario, y que le dará unidad, cuerpo y contundencia, pero el poeta sabrá enriquecerlo, revestirlo de imágenes, innumerables y delicadas imágenes, con un amplio vocabulario, con un alto nivel en el manejo del lenguaje, con una riqueza y diversidad de los ladrillos que hacen de ésta la construcción poética que el día de hoy nos ocupa, a la vez que nos conduce por una vasta geografía de texturas, de sabores, de inéditos lugares que solo los que asistamos a esa cita tenderemos el placer de inaugurar.

Estas son las herramientas del poeta: ritmos gitanos, mimbres elegantes, llamas de quetzal, valles de durazno y nata, topacios filiformes…
Y es así como, de improviso, el lector topa de frente con el motín de sus propios sentidos, provocado por la pluma del autor: es posible sentir, oler, escuchar las atmósferas que nos propone, es decir, que de plano materializa con el poder de las imágenes. Y nos lleva de la mano por doradas playas, acantilados y esteros, crepúsculos veraniegos, estepas amieladas, mares encantados, islas de rompope datilero… Todo esto enmarcado por un hálito costero, por una omnipresencia marina, indudablemente arquetípica, escenario constante donde el poeta, con soltura, nos conduce a través de su historia, de principio a fin; lugar que se convierte en el espacio consagrado a la devoción de la amada.

Heredero de la vena romántica, asistimos, además, a un ars poetica, de la más pura tradición trovadoresca. Recordemos que el sentido de la palabra amor, tal y como hoy la conocemos, nace a partir del siglo XII en la legendaria tierra del Langedoc con el surgimiento del amor cortés. La poesía de los trovadores provenzales, es, en el desarrollo de la cultura occidental, el momento privilegiado de una lengua que se organiza y sistematiza y que prevalecerá por siglos hasta nuestros días.

Y es de esta deliciosa tradición, de esta contundente herencia, de donde el poeta abreva, tomando de entre las formas poéticas refinadas y artificiosas de los trovadores la tradición de la canço -usada para el amor caballeresco- y el antiguo estilo del trobar ric -poesía de organización compleja y de vocablos ricos-, para culminar en ese delicado equilibrio que los provenzales lograron llevar a su máxima expresión y sobre el cual quiero especialmente reiterar: el equilibrio entre poesía y música, “motz el son” en provenzal, porque, recordemos, es en esta primera aparición como antecedente de la identidad poética europea que palabra y música nacen indisolubles, parte una de la otra en la tradición trovadoresca de grandes músicos-poetas como Arnaut Daniel, Rimbaut de Vaqueiras, Bertran de Born o Bernard de Ventadorn. Y es en esta misma línea donde se mantiene Ella (alondra y escarcha): el poeta es profundamente musical. Lleva implícito el ritmo cada línea de su poemario, de una forma muy natural. Y aquí debemos recordar que Maurizio Veletti es músico de profesión, lo cual explicará en gran parte la musicalidad de los versos que hoy nos ocupan.

Entre todas estas herramientas para declarar en el más puro estilo de la tradición occitana el vasallaje a la dama por su pregador -categoría en la que se encontraba aquel alentado a declarar el amor a su señora- aquí traigo a la memoria uno de los códigos, uno de los principios rectores más importantes del amor cortés: el verdadero amante, siempre está absorbido por la imagen de la amada. Maurizio Veletti, en Ella (alondra y escarcha), asiste religiosamente a este precepto: honra la tradición poética e invoca desde lo más sagrado a la Musa.

Fanopea, logopea, melopea, en fin… poesía para adentrarse en este viaje, viaje para adentrarse en la poesía.

Cierro mi participación con un fragmento de una canço escrita por Bernard de Ventadorn, trovador nacido aproximadamente en 1147, poeta-músico de oído finísimo, autor no sólo de poemas, sino de algunas de las melodías más bellas de todos los tiempos y cuya cita me ha parecido la más acertada, tanto para establecer una referencia en la tradición poética de Veletti, como para anticipar lo que le espera a todo aquel lector que decida adentrarse en su poemario. Cito en provenzal y después en castellano:

Can vei la lauzeta mover
Can vei la lauzeta mover
de joi sas alas contra-l rai,
que s’oblid’e-s laissa chazer
per la doussor c’al cor li vai,
ai! Tan grans enveya m’en ve
de cui qu’eu veya jauzion,
meravilhas ai, car desse
lo cor de dezirer no-m fon.


Cuando veo la alondra que mueve
de alegría sus alas contra el rayo de sol
y que se olvida y se deja caer
por la dulzura que le entra al corazón
¡ay! entonces siento tal envidia
por cualquiera que vea alegre,
que me admira cómo al instante
el corazón se me funde de deseo.




Bárbara Oaxaca
Ciudad de México, 5 de septiembre de 2008

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